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Alma Delia Murillo

05/01/2013 - 12:02 am

Borrachario de un viaje

Mis botas empapadas descansan sobre mi maleta. Justo ahora no sé muy bien quién soy. No estoy en mi casa ni en mi país ni en mí misma. Vengo de la Plaza del Sol en el centro de Madrid, de abrazar a extraños borrachos y sudorosos (algunos sobrios también), vengo de caminar entre miles de […]

Vista del Palacio de la Alhambra. Fotografía tomada de la red

Mis botas empapadas descansan sobre mi maleta. Justo ahora no sé muy bien quién soy. No estoy en mi casa ni en mi país ni en mí misma.

Vengo de la Plaza del Sol en el centro de Madrid, de abrazar a extraños borrachos y sudorosos (algunos sobrios también), vengo de caminar entre miles de personas, de gritar, de comer las uvas intuyendo más que declarando mis deseos para el año que empieza.

Y vine a España porque me dijeron que acá vivía una tal Alma Delia. Perdónenme la herejía de parafrasear a Rulfo, lectores queridísimos, pero es que no puedo sino concluir que los viajes se hacen para buscarse a uno mismo. Es así.

No quiero aburrirlos contándoles sobre cada ciudad que visité y cada paisaje, qué hueva. Además no hay ciudad o país que quepa en una bitácora, menos uno tan vivo como ese.

Les diré que España es un país para comerse y para beberse, sí señor. Y aunque es verdad aquello de que los viajes ilustran, alguien debería recomponer tal sentencia y agregar que los viajes engordan: cordero –lechal, de preferencia-, bacalao, callos a la madrileña, rabo de toro, el queso cabrales y la Torta del Casar figuran entre mis favoritos. De la tortilla de patata en sus quince mil variantes mejor no hablamos. Tampoco de las diecisiete mil variantes de tapas que se sirven en los bares. Y para beber: tinto, tinto y tinto. Tanto, tanto y tanto.

Porque hay un dúo infaltable al viajar: comer y sufrir variaciones en el peso. Para arriba o para abajo, asegún.

Lo que me lleva a hablar de los imprescindibles de un viaje. Basada en mi subjetivísima experiencia y en mi real gana, aquí voy.

Perder algo.

Hay que asumirlo, no se puede salir de casa y del país y pretender que todo regrese intacto, porque viajar para andarse cuidando el culo es una reverenda tontería. No digo que pierdan el Pasaporte (aunque hay casos) pero es verdad que antes o después, tarde o temprano, crudos o borrachos, perderemos algo. Esta vez mi saldo es muy benévolo: una bufanda y un par de aretes menos. Yo siempre regreso con faltantes en el inventario. Hasta voy a preocuparme el día que no pierda nada.

Dormir poco.

No hay de otra. Entre la diferencia horaria, el cambio de hábitos alimenticios, las borracheras, el calor o el frío y las ganas de verlo todo, quedan muy poquitas horas para dormir. Más vale permitirse cruzar las barreras del cuerpo: comida y sueño incluidos. Más vale asumirlo y llevar las ojeras con dignidad.

Hablar con extraños.

Sostener conversaciones con desconocidos como si fuesen amigos de toda la vida es necesario para descubrir lo que se lleva dentro. Si se puede hablar y pensar en otro idioma, mejor. Intercambiar datos e invitaciones a los respectivos países con el corazón y la copa en la mano aunque luego no pase nada. Despedirse con un abrazo largo y auténtico. Asumir la ciudadanía del mundo.

Llorar.

Nadie que esté vivo puede pasar de largo sin llorar por la belleza que contempla, por la que extraña, por la sensación de pequeñez absoluta ante un mundo que se despliega infinitas veces delante de nosotros. Un viaje sin llanto no está completo. Lloré un atardecer frente a la Alhambra: había un tajo de sol en el cielo, algo como una herida ámbar que me reventó en el pecho. Había un gitano cantando a mi lado. Y había toda la vida frente a mis ojos, habían recuerdos corriendo como caballos sobre mi cuerpo. Y gratitud, una desbordante gratitud por estar viva. Y, soy tan afortunada, que la amiga que mejor entiende mi alma estaba justo a mi lado. Me abrazó en silencio y sostuvo mi llanto. ¿Ven por qué agradezco tanto?

Emborracharse.

Ya no sé si tiene sentido hablar de esto porque lo he mencionado en todos los imprescindibles. Tenía que ser yo. Tal vez sí: no se trata de estar borrachos de alcohol, sino de los sentidos, de habitar un estado alterado de conciencia aunque sólo se beba café y agua. Eso.

Las ganas de volver a casa.

Sólo para algunos, porque hay quienes lo evitan a toda costa. Quizá el deseo de volver dependa del estado de la casa interior. O no, yo qué sé. Pero yo siempre siento ganas de regresar a lo mío. Será porque nací del lado de los que necesitan volver al terruño y mirarse en el espejo de siempre, abrazar a los que son de mi sangre, a los que amo y me aman.

¿Qué más? Que celebro estar de vuelta, viviendo en las mismas horas y minutos que ustedes. Gracias por seguir aquí.

 

@AlmitaDelia

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